COMARCA DE TARAZONA Y EL MONCAYO
Un fin de semana de marzo fue el
elegido para ir a ver una de las comarcas más mágicas de Aragón: La comarca de
Tarazona y el Moncayo. Y así es, su nombre hace honor a lo que te encuentras,
la bella Tarazona contrapuesta a aquel coloso montañoso que es el Moncayo.
Salimos de Zaragoza cuando el Sol
ya empezaba a desplomarse en un horizonte rojizo y entre charlas y risas
partimos con destino a una casa rural que habíamos alquilado por internet
situada en el pequeño municipio de Vera del Moncayo. El viaje transcurre sin
incidentes, con tranquilidad, sin poder adelantar debido a la línea continua
que separa permanentemente los dos sentidos de la Nacional 232. A la altura de
Gallur dejamos la 232 y entramos en la Nacional 122, no es mala carretera. Ya
de noche tomamos un desvío que nos saca de la 122 y que el camionero que
llevábamos detrás celebró con una orgía de cambio de luces
cortas-largas-cortas-largas…, el pobre debía llevar prisa, pero qué coño,
¡nosotros íbamos al Moncayo a relajarnos!
Continuamos por una comarcal y
tras unos pocos minutos llegamos a Vera del Mocayo. A mi GPS le empiezan a
entrar dudas de dónde está la casa rural, así que paramos en la calle principal
(donde está el bar) y preguntamos a una pareja que amablemente nos indica la
situación de la casa.
Las fotos que vimos en internet
no hacían justicia a la casa. Estaba situada en el interior de una pequeña
urbanización formada por la casa rural en cuestión y otra casa similar, todo
cerrado con una cerca y con un jardín muy cuidado. Los dueños eran dos hermanos
cincuentones, altos cargos de la Renfe. Uno vivía en Madrid y otro en Zaragoza.
A sus mujeres e hijos no les gustaba el pueblo y no lo pisaban, así que lo
tenían de lujo para juntarse y echar unos tragos juntos. En un momento del fin
de semana les insinué que era una suerte que a sus mujeres no les gustase
aquello, me contestaron con carcajadas confirmando mis sospechas de que eso de
alquilar la casa era una escusa para ponerse tibios de vino a sus anchas.
Parecían buena gente.
El interior de la casa nos
sorprendió. Una de las paredes estaba formada totalmente por un cristal
blindado, la oscuridad no dejaba ver nada pero se intuía que a la luz del día
las vistas serían un espectáculo.
Preparamos la cena y encendimos
el fuego. En un rato ya estábamos comiendo y bebiendo, yo me tiraba como un
león hambriento al jamón que Jorge había traído de Albalate del Arzobispo.
Después de cenar y ante mi insistencia, Cris, Eli y Jorge accedieron a ver una
peli de miedo (Líbranos del Mal), ¡qué menos que pasar un poco de miedo en la
tierra de las brujas y las leyendas! A la media hora de ponerla Jorge estaba
roncando y las chicas ni siquiera estaban asustadas. La próxima vez les pondré
Posesión Infernal.
Cuando amaneció lo primero que
hice fue salir a ver por la cristalera y tal como imaginaba la visión era
imponente: un Moncayo nevado con el río Huecha serpenteando como una culebrilla
bajo sus faldas. Sé qué es la cumbre más alta del sistema Ibérico; pero siempre
me hace preguntarme lo mismo, ¿Qué diablos hace semejante montaña ahí, en mitad
de un llano? Imagino que los misterios tectónicos están vedados para mí.
Tras desayunar cogimos el coche y
zigzagueando nos metimos en el parque nacional del Moncayo. Es una gozada
llevar la ventanilla bajada y circular disfrutando de la conducción con el olor
del bosque metiéndose por todos los rincones del coche.
Al poco llegamos al centro de
interpretación de Agramonte, donde en una pequeña cabaña pudimos ver la flora y
fauna que habita el parque natural.
Al lado del centro de
interpretación hay un antiguo hospital de tuberculosos abandonado, que ha
adquirido cierta fama entre los amantes de lo paranormal porque Iker Jiménez lo
ha sacado alguna vez en su programa. He de reconocer que éste era uno de los
alicientes del viaje. Y la verdad que más allá de espíritus perdidos y
fantasmas, el lugar impresiona.
El complejo fue construido a
principios del siglo XX con el fin de ser un retiro de lujo para gente
adinerada. Me imaginé por un instante a los pro hombres de la época fumando
puros habanos y tomando coñac en aquellos balcones bajo la imponente mirada de
un Moncayo nevado. El emplazamiento para descansar alejado de todo era ideal.
Pero el descanso se vio roto por
la guerra civil y el complejo quedó abandonado. Supongo que su posición
retirada lo salvó de ser destruido y tras la guerra los vencedores le dieron
otro uso que le encajaba como un guante: sanatorio de tuberculosos.
Se ve que el aire de la zona (no olvidemos que
en el Moncayo fabrican el cierzo) era beneficioso para las personas con
tuberculosis. Así siguió hasta que a final de los años setenta fue abandonado.
Y así sigue.
Recorrimos el viejo hospital,
vimos una antigua caldera que aún se conserva en una de las casas exteriores y
les metimos miedo a las chicas diciéndoles que ahí quemaban los cuerpos de los
tuberculosos fallecidos (lo sé, somos como críos). Mi amigo Jorge sabe un rato
largo de construcción y me decía que aquello era más o menos seguro; pero yo no
me fiaba ni un pelo. La verdad que no es muy aconsejable recorrer las estancias
interiores ya que está todo en ruinas.
Tras recorrerlo a conciencia os aseguro que
allí no hay nada de paranormal, más allá de alguna pintada satánica en la
antigua iglesia. Aún así no me metería allí de noche ni loco.
Enfrente del centro de
interpretación de Agramonte y al lado del antiguo sanatorio hay un merendero. Un
plato de ensalada de pasta fresca hasta arriba nos sirvió para reponer fuerzas
(a parte de seguir comiendo sin piedad el jamón de Teruel). Siempre me han
gustado las comidas al aire libre. Tras comer, vino el inevitable sopor y antes
de caer dormidos nos metimos al coche y seguimos de ruta. Creo recordar que
viajamos sin rumbo durante un rato, sólo por el placer de recorrer aquellos
pinares que olían a humedad y a frescor. Al cabo de un rato nos detuvimos justo
enfrente del monasterio de Veruela aunque no entramos ya que los cuatro lo
teníamos ya muy visto.
Para el que no lo haya visitado
le diré que es el monasterio más viejo de la orden del Císter que hay en Aragón
y que es realmente bonito, creo que está exclaustrado (no hay monjes) porque
siempre que he ido no he visto nunca a ninguno. Se ve que en el siglo XIX ya no
había monjes y el monasterio se estaba cayendo a cachos, pero a la gente de la
zona se les ocurrió crear una hospedería para evitarlo y revitalizar la zona.
Pero si el monasterio es famoso
no lo es por sus bellas torres ni por su claustro medieval sino porque en él se
retiró un tal Gustavo Adolfo Becker. Los románticos y la tuberculosis siempre
han ido de la mano y Becker no fue menos, enfermó de tuberculosis y como os he
comentado antes la zona del Moncayo era un sitio ideal para curarla.
No es difícil imaginarse al
sevillano sentado una tarde invernal en un banco de piedra gris mirando
embelesado las nieves del Moncayo buscando a las musas. Si alguna vez vais al
monasterio entenderéis lo que os digo.
Desde luego el lugar volvería
locos a los románticos del XIX: un lugar bello y apartado cuyos rincones vieron
escribirse la historia, y como marco incomparable el Moncayo. Creo que lo que
dota de esa belleza melancólica a todas las construcciones de la zona
(monasterio de Veruela incluido), no son los edificios en sí, si no el propio
Moncayo. Hasta una choza tendría esa belleza triste y melancólica con el
Moncayo detrás.
Desde Veruela Becker escribió
“Cartas desde mi celda” y creo que también algunas de sus famosas “leyendas de
Becker”. La gente cree que Becker dotó de un imaginario de leyenda a la comarca
del Moncayo, a mí me gusta creer que ese imaginario ya existía y que el
escritor andaluz sólo fue un instrumento usado por el Moncayo para expresarse.
Ya es tarde para saberlo, miro al Moncayo con Becker en mis ojos, y leo a
Becker con el Moncayo en mi mente. Para mí son uno.
Justo enfrente del monasterio hay
varios restaurantes con terrazas donde los visitantes paran a comer. Como me
estaba cayendo de sueño y era yo el que hacía de chofer paramos a echar un café
y a comprar agua fresca y seguimos ruta.
La siguiente parada fue en un
pueblecito conocido como el pueblo de las brujas: Trasmoz. Es muy pequeñito, no
tendrá más de 100 habitantes, pero por la magnitud del castillo que se encarama
en lo más alto del pueblo encima de una colina, uno imagina que en el Medievo
ocupó un lugar relevante.
Paseamos por sus empinadas calles
en dirección al castillo y os aseguro que en todo el trayecto no vimos a una
sola persona. Antes de llegar al castillo nos encontramos con el cementerio del
pueblo, y esto sí que es lo más romántico que he visto en mi vida (no hablo del
romanticismo de Julia Robert y Richard Gere en Pretty Woman, si no del
movimiento cultural que se extendió por Europa en el siglo XIX).
Una vez más este escenario le
sirvió a Becker para reflexionar sobre la muerte y creo que le inspiró algunos
versos. A la entrada del cementerio hay una inscripción con un verso bellísimo suyo:
“que de lo que vale, de lo
que es algo, no ha de quedar ni un átomo aquí.”
Un poquito más arriba está el
castillo el cual estaba cerrado y no pudimos visitar. Creo que no está en muy
buenas condiciones, una vez más la amenaza de ruina se cierne sobre el
patrimonio aragonés, aunque es comprensible en una comunidad en la que somos
pocos, con mucho territorio y con un patrimonio cultural enorme.
Al lado del castillo había una
estatua de bronce de Gustavo Adolfo Becker de gran tamaño; pero un par de cacos
la robaron tiempo atrás. Armaron una buena y salieron en los periódicos locales;
pero lo que yo no sabía es como los pillaron, la historia es más o menos así:
Se ve que un grupo de navarricos
visitaron la comarca de Tarazona y el Moncayo en una excursión de colegio y
vieron entre otras cosas la citada estatua, uno de los padres era policía
foral. Pues bien, los cacos que robaron la estatua la metieron en una furgoneta
a trozos y escaparon a Navarra, donde en un control los paró la policía foral
de Navarra. ¿Adivináis quién era uno de los policías forales? Jeje, les está
bien merecido.
Tras ver el castillo por fuera
bajamos al pueblo en un intento de entablar conversación con algún lugareño (o
como dice Eli, hacer un “Jordi Évole”) cosa que a Jorge se le da bien. Paseando
por las calles llegamos a una especie de monumento muy extraño. Era como un
pequeño parquecito pero en vez de columpios había lápidas de cementerio en el
suelo, en el centro había una fregona de bronce y justo en frente una especie
de altar de piedra donde se leía algo así como:
“puse a la mujer de
pie”
Cómo os imaginaréis los cuatro estábamos flipando, ¿pero qué
leches era todo aquello? Justo en ese instante oímos abrirse la puerta de la
casa de al lado y apareció un hombre con su hijo. Jorge no tardó en entablar
conversación con él. Creo que él tenía las mismas ganas de hablar que nosotros
de escuchar, o quizá el tenía alguna más. Nos contó que ese monumento estaba
hecho en recuerdo de Manuel Jalón Corominas, un ingeniero que vivió muchos años
en Trasmoz y que inventó ni más ni menos que la fregona, de ahí que en el altar
pusiera eso de “puse a la mujer de pie”. También inventó la jeringuilla
desechable.
El hombre nos contó muchas cosas sobre el pueblo mientras su
hijo jugueteaba entre las lápidas. Nos contó que la leyenda negra del pueblo se
fraguó en la edad media, cuando todos los pueblos dependían de Veruela excepto
Trasmoz, cuyo Señor tenía algún tipo de libertad frente a los monjes del
Monasterio, libertad en cuanto al uso del agua y cosas así. Se ve que esto
incomodó tanto a los monjes que el Papa de la época excomulgó a todos los
habitantes de Trasmoz, y los monjes de Veruela hicieron una procesión hasta la
entrada del pueblo donde impusieron una maldición sobre el pueblo que en teoría
sólo un Papa puede levantar. Hasta la fecha ningún Papa lo ha hecho, así que lo
habitantes de Trasmoz siguen excomulgados y malditos. También nos contó que uno
de los componentes del grupo “Puturrú de fua” vive en el pueblo y hace unas
mermeladas muy buenas. También nos recomienda el queso que hacen en el pueblo,
aunque curiosamente ni el queso ni las mermeladas pueden conseguirse en
Trasmoz, si no en Vera del Moncayo que es el pueblecito más grande de la zona y
por el pasa la carretera.
Tras despedirnos de él ponemos rumbo a nuestra casa rural en
Vera del Moncayo teniendo previsto pasar por Alcalá del Moncayo para intentar
comprar mermelada y Queso de Trasmoz. Como he dicho Alcalá del Moncayo es el
pueblo más grande de la zona, lo que no quiere decir que sea un pueblo grande.
Se extiende a lo largo de la carretera que lo atraviesa y nosotros detuvimos el
coche en el primer sitio que pudimos.
Llamamos a la puerta de una especie de
supermercado pequeñito y al instante un hombre se asomó por el balcón situado
arriba de la tienda. El hombre se excusó diciendo que no estaba su mujer, que
se había ido a andar; pero que él nos atendería igual. Compramos mermelada de
mora, de oro (sí de oro) y queso, todo de Trasmoz. A parte compré para engordar
mi bodega una botella de vino blanco tiolítico denominación de origen de Borja
(nos la habían aconsejado los dueños de la casa rural y la verdad que puede
funcionar bien con un arrocito o con algún pescado, aunque su sabor tira más al
amargor que a la fruta que me tiene acostumbrado el Albada blanco de Calatayud).
Cargamos todo en el coche y pusimos rumbo a la casita rural, justo en el
instante de salir empezaron a desfilar por la carretera una gran caravana de coches
americanos, mustangs y coches así, no tengo ni idea de que harían allí pero
había un montón.
Volvimos a la casa rural y preparamos una buena barbacoa
acompañados de los dueños de la casa, que no paraban de insistir en que
probáramos el vino tinto que guardaban en barricas en la bodega. El vino era,
como decía Labordeta, “del que les dan a los soldados para romper el frente”,
madre mía que vino más fuerte y más malo, aparte de que estaba picado. Todavía
recuerdo la cara de Jorge cuando los dueños le llenaron un vaso directamente de
la barrica y le dieron a beber observándole fijamente para ver su reacción
mientras le decían que gente les había comentado que estaba picado. Jorge
aguantó bien el tirón y aun recuerdo sus palabras:
“Picao…picao..no…pero...”
Cuando tuvimos la barbacoa lista volvimos con nuestras
chicas al interior de la casa y ya de noche empezamos a cenar. Tras cenar vino
la sobremesa a la que invitamos a uno de los dueños a tomar una copa. Tras
charlar un poco de política y mil cosas la noche acabó sin incidentes graves y
nos marchamos a descansar.
Al día siguiente amanecimos con un poquito de resaca,
reconozco que yo me llevaba la palma, pero tuve que sobreponerme porque
teníamos reserva para comer en el Savoya 21 de Tarazona. Un amigo de Jorge
amante de la gastronomía lo había llevado ahí a comer alguna vez, y yo siempre
me fío de los amantes de la gastronomía. Antes de salir probamos las mermeladas
y he de reconocer que estaban riquísimas, pero el queso ¡ay amigo!, eso eran
palabras mayores, si eres amantes de los quesos merece la pena ir de propio a
comprar queso de Trasmoz a Alcalá del Moncayo. Así que cogimos el alfa y pusimos
rumbo a Tarazona.
Tarazona es uno de los pueblos más grandes de Aragón (en
Aragón con más de diez mil habitantes ya casi se considera ciudad) su población
rondará los quince mil habitantes y aunque en la última década Tudela (su
ciudad rival) se le ha comido la merienda, nadie dudará de que es una ciudad
preciosa que cuenta con una de las joyas de la arquitectura española: La catedral de Santa María de la Huerta.
Esta catedral combina el estilo gótico, mudéjar y
renacentista creando una catedral bastante curiosa. Su parte mudéjar salta a la
vista en una gran torre blanca adornada con azulejos de colores.
Para el que no lo sepa el mudéjar fue una mezcla del arte
cristiano de la época con elementos que incorporaron los musulmanes que
quedaron en España tras la reconquista por los reyes católicos. Fue una
circunstancia que en todo el mundo sólo se dio en España dando como resultado
el magnífico arte mudéjar considerado patrimonio de la Humanidad. La verdad que las torres mudéjares tienen algo
hipnótico, no sé cómo describirlo con palabras, simplemente hay que verlas.
Intentamos entrar en la catedral pero a pesar de que en la
oficina de turismo nos habían dicho los horarios, incomprensiblemente no
abrieron a la hora y tras esperar más de media hora a que abrieran nos
marchamos (nosotros y una docena de turistas que también estaban esperando). Tener una joya donde se han invertido millones
de euros en reformarla y más de veinte años de trabajo y que incluso la
inauguró el propio rey y no cuidar esos detalles es algo al menos para mí
incomprensible. En fin, otra vez será, ya van tres veces que he visitado
Tarazona y no he podido ver el interior de la catedral. Dicen que lo bueno se
hace esperar, así que imagino que el interior será algo grandioso.
Tras el intento infructuoso de ver la catedral y ya con las
fuerzas algo justas fuimos al restaurante Savoya 21 sitauda en la calle
principal de Tarazona por donde pasa el río Queiles. Totalmente recomendable.
Los platos están a medio camino entre el diseño y los platos de menú de 10 €,
más tirando hacia el diseño quizá. Una presentación muy cuidada y la comida muy
rica. De precio no estaba mal.
Tras comer dimos un paseo por la zona de la judería y vimos
las casas colgadas. Destacar la preciosa fachada del ayuntamiento que creo que
es de estilo renacentista, realmente bonita.
Lo único negativo es que dejan aparcar los coches en la plaza y la
verdad que rompen un poco la magia de la espléndida fachada.
Acabamos el paseo y nos metimos de nuevo al alfa para volver
a la casa rural. Nos perdimos y acabamos cerca de una presa. Tuvimos que poner
el GPS para volver a Vera del Moncayo. Una vez en la casa rural merendamos algo
y regresamos a Zaragoza cerrando un fin de semana genial.
LUGARES DE INTERÉS:
-
Catedral de Tarazona. Ayuntamiento de Tarazona.
Parque natural del Moncayo. Sanatorio de Agramonte. Monasterio de Veruela.
Cementerio de Trasmoz.
GASTRONOMÍA DE
INTERÉS:
-
El queso y la mermelada de Trasmoz.
-
Vinos de la denominación de origen de Borja.
-
Restaurante Savoya 21 de Tarazona.